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domingo, 27 de abril de 2008
La trampa del indigenismo
Por Marcos Aguinis (escritor y filósofo argentino)
El encuentro internacional al que concurro ha sido organizado por la Fundación Libertad y Desarrollo en celebración de sus fecundos quince años de existencia.
Me habían encomendado disecar un tema perturbador de nuestro continente: el indigenismo. Concurrían expertos de Canadá, España, Estados Unidos, China, Perú, Venezuela y Bolivia para tratar ése y otros ígneos asuntos de nuestro tiempo.
Sin más rodeos, paso a sintetizar lo que allí expuse.
Mis primeras palabras consistieron en recordar que los indígenas son considerados, con justicia, los primeros dueños de esta tierra, cuyas culturas y protagonismo fueron reprimidos sin misericordia. Con diferencias de un país a otro, en muchos aún forman comunidades importantes y en otras han alcanzado un mestizaje intenso. El problema actual consiste en ayudarlos a encontrar un camino de verdadera reparación y ascenso, o permitir que se los desvíe hacia la trampa de zanjones regresivos y totalitarios, como sucede ahora en Bolivia. Es muy fácil confundir. Y en ese punto centré mi advertencia.
En efecto, su reivindicación ya es importante. No sólo hay una revisión de la historia, sino proyectos que incluyen utopía y epopeya. Los indígenas han pasado a convertirse en las grandes víctimas del continente, lo cual no es ajeno a la verdad. Pero el énfasis distorsiona, simplifica e idealiza su pasado. Más grave aún: pretende convertir el pasado en modelo. Eso no está bien, porque es reaccionario y letal. Como ejemplo, bastaría reflexionar sobre la exigencia de Sendero Luminoso a los campesinos peruanos con el fin de 'liberarse' de la opresión europea: cultivar sólo productos anteriores a la Conquista, tales como papa, quinua y maíz. En cambio, descartar las venenosas importaciones llamadas trigo, cebada, centeno, avena, arroz, caña de azúcar y vid; no criar animales malditos, como la vaca, la oveja, el cerdo, la cabra, el conejo y las aves de corral. Para no dejar de ser coherente -agrego yo- habría que abandonar la rueda, el caballo, el buey, el hierro, el vidrio y el arado. Buen futuro, ¿no?
El líder indigenista Felipe Quispe ha dicho que si una parte de la sociedad usa ojotas y otra zapatos, que todos usen ojotas. Es decir, igualar para abajo, porque confunde justicia con miseria.
En la mitificación de numerosos historiadores se han llegado a considerar los levantamientos indígenas de la Colonia como antecedentes de la gesta emancipadora.
Pero lo que deseaban no era la independencia ni asemejarse a las repúblicas modernas, sino retornar al tiempo incaico o incluso preincaico, que no fue un paraíso, sino un eterno campo de batalla con masacres, guerras de dominio e incontables sacrificios humanos.
La rebelión aymara de Túpac Katarí, en 1782, por ejemplo, no sólo agredió a los criollos, sino a los mestizos y a los quechuas.
Esos levantamientos, aunque heroicos, no significaron un proyecto superador, sino regresivo. Y tuvo el final de todos los movimientos regresivos, como los esclavos en la Antigüedad o los campesinos en la Edad Media.
Podemos conmovernos con su heroísmo, pero no considerarlos un paradigma. Los indígenas estaban aterrorizados ante el nuevo orden, que, entre otras cosas, tendía a dejar atrás la etapa primitiva del colectivismo.
Los actuales 'bolivarianos' deberían recordar que Simón Bolívar firmó, con su puño y letra, en el año 1824, un decreto que establecía la propiedad privada de la tierra. Acertó en considerar la propiedad comunal un resto arcaico, un modo de producción infecundo. Esto fue trágicamente comprobado por la dictadura izquierdista del general Velazco Alvarado, quien intentó resucitarlas en la década de los años 70: produjo hambre y empobrecimiento acelerado. Ahora se intenta probarlo otra vez.
La idealización contaminó incluso a marxistas como Carlos Astrada, quien no tuvo náuseas en utilizar conceptos científicos nazis sobre el vínculo de los pueblos con la tierra y la sangre. En esa línea, posteriores movimientos populistas y tercermundistas usaron a los indios para construir sus artificiales teorías sobre una identidad nacional opuesta al centralismo europeo y a Occidente (este último, odiado por los reaccionarios con patente de progresistas que se fastidian ante las aperturas de la modernidad, la democracia genuina, los derechos individuales y otras abyecciones).
La revolución bolchevique, incapaz de construir un socialismo próspero y democrático, había impuesto concepciones estatistas que permitían el control de las masas y su impúdica manipulación 'en nombre' del proletariado. De ahí que sus seguidores y simpatizantes hayan celebrado la civilización incaica como un antecedente del socialismo moderno (¡!). No les importaba la maciza estratificación de clases ni la opresión que padecían los de abajo. Tampoco los derechos humanos, porque para estos fascistas de izquierda, el Estado merece todo y cada hombre no es más que una molécula anónima. Aunque hubo maravillas en las civilizaciones precolombinas, tenían un atraso de cuatro mil años respecto de la Europa del Renacimiento. Esto no justifica, por supuesto, la tábula rasa que se efectuó con sus riquezas y tradiciones. Es otro tema.
Resulta curioso que al indigenismo regresivo lo empezaran a fogonear blancos descendientes de europeos, sin advertir que adoptaban el camino racista que pretendían combatir. En los 70, el boliviano Fausto Reinaga, inspirado en el black power, preconizó la 'revolución india' y las luchas entre blancos e indios; la indianidad debía servir para la toma del poder y limpiar el continente de las etnias invasoras (en la Argentina no quedaría casi nadie). El peruano Guillermo Carnero Hoke afirmó que 'nuestra razón de ser desde el fondo de los siglos es la razón colectivista'. 'El pensamiento de nuestros abuelos del Tawantisuyo era justo, moral, científico y cósmico, es decir insuperable' (¡!).
Expresiones como ésas parecían minoritarias. Pero el Primer Congreso de Movimientos Indios celebrado en el Perú, en 1980, proclamó que los indígenas eran la única alternativa redentora, no sólo de ellos mismos, sino de la humanidad. Pasaban a ocupar el trono que el marxismo había atribuido al proletariado, con un condimento horrible: suponer, como los nazis, que las razas puras son mejores.
El problema indígena no es de raza ni de cultura: es social. Los indígenas no tienen que retroceder a un pasado inviable ni limitarse a la economía de subsistencia. Pueden y deben cultivar sus tradiciones, su acervo lingüístico y sus leyendas, por supuesto, pero sin aislarse ni repudiar los beneficios de la modernidad. Si resisten la modernidad se condenan a permanecer como un sector inferior, aislado, débil y carente de real protagonismo. Por el contrario, tienen derecho a dejar de ser las comunidades que dan lástima, resentidas y marginales. Tienen derecho a concurrir a buenas escuelas y universidades, participar en los partidos políticos y asociaciones profesionales. El indio Benito Juárez, que llegó a presidente de México, no se dejó intimidar por quienes lo consideraron un traidor.
Para tomar perspectiva, deberían discutirse las experiencias de la comunidad negra en los Estados Unidos, por ejemplo. Salió de la esclavitud legal, pero continuó sometida a una severa discriminación. Surgieron reacciones como el black power y manifestaciones racistas invertidas, entre las que adquirieron renombre las del primer Malcolm X. A la vez, hubo intentos de vencer los prejuicios mediante el intercambio de estudiantes que provenían de barrios blancos y barrios negros, lo cual no dio frutos.
Luego, avanzó la propuesta fraternal de Martin Luther King, que terminó por conquistar a la mayoría de la nación. No alcanzaba, empero, y se sancionó la 'discriminación positiva' o affirmative action, mediante la cual se impulsó el ingreso de negros en los centros de estudio y su mejor posicionamiento en el trabajo.
Ahora ya existe una amplia clase media negra con infinidad de profesionales, jueces, diplomáticos, académicos y empresarios. Dos sucesivos secretarios de Estado fueron negros y la actual, además, es una mujer. La affirmative action se ha imitado en muchos países para elevar la cuota de presencia femenina en la política, por ejemplo. Pero considero que este recurso sólo debe utilizarse para cambiar la tendencia, no para durar eternamente. De lo contrario emponzoñaría la igualdad de derechos que debe primar en una verdadera democracia.
En resumen, impulsar el indigenismo hacia el pasado es una trampa que sólo beneficia a demagogos, ignorantes y populistas. Lleva hacia conflictos ingobernables, derramamiento de sangre y un aumento de la pobreza. Habría que reflexionar, en cambio, sobre medidas racionales, como la affirmative action, para que todos los indígenas de América latina, sin perder sus raíces, tengan por fin cómodo acceso al progreso cultural, económico y social.
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