por Boris Gómez Úzqueda
Los negocios de infraestructura y energía requieren un elemento esencial: confiabilidad/certidumbre, garantías que van de la mano del clima político que un país ofrece a inversores. La confiabilidad/certidumbre va más allá del papel y debe mostrase con hechos.
El Presidente de Perú dejó caer algunas críticas sobre la «confiabilidad» en el suministro energético que Venezuela y Bolivia ofrecen conjuntamente a Brasil -el mercado industrial más grande del Sur- y dejó entender que Perú es un «socio más confiable para Brasil» (El Nuevo Herald, Miami; Jornada, La Paz, 10.11.2006), aunque -irónicamente- y al mismo tiempo el Congreso peruano cuestiona la política energética del Presidente del país Andino, entre otras cosas, por falta de información en la renegociación de la explotación del mayor yacimiento de gas peruano (Camisea) y por una «defectuosa» construcción del gasoducto que va desde selva a costa peruana.
Hoy en día es complejo no sólo el diseño sino la administración de política energética, más aún ahora que las políticas energéticas se convirtieron en globales. Y nadie está libre, entonces, de ser reprendido o criticado.
Bueno, pero el asunto es que durante la ponencia del mandatario peruano a la Federación de Industrias de Sao Paulo, les pidió invertir en Perú principalmente en infraestructura para hidroeléctricas que permitan «iluminar con electricidad» -me pregunto si más barata con relación al gas boliviano que sirve de motorizador de la industrial San Pablo- todo el noroeste brasileño y proveer, además, de energía a Manaus «en vez de hacer una gasoducto extraño de 20.000 millones de dólares», en clara referencia a las proyecciones de expansionismo en infraestructura de transporte de líquidos y gaseosos que el jefe de Estado venezolano planea para el Cono Sur.
Todos están jugando la nueva carta geopolítica: la energía. Y con sobradas razones.
Entre las críticas dijo puntualmente «hay que saber elegir socios, que sean responsables, que no cambien reglas del juego y con sentido de modernidad», en clara alusión a la «nacionalización» boliviana.
Durante el análisis del Presidente peruano -rescatable por cuanto su perspectiva nos dará la oportunidad de redefinir y ajustar políticas energéticas- se notó claramente que percibe una incapacidad técnica (para el caso de la ejecución del megasoducto venezolano) e inestabilidad política (por la trama política interna boliviana) que descalificarían, de momento, a ambos países en lograr suministrar confiablemente energía (gas o electricidad) al creciente mercado industrial brasileño.
Las reflexiones son válidas, su mensaje -leído positivamente- tiene una carga elocuente: el suministro de energía no debe estar sujeto a a ilusiones expansionistas ni inestabilidades políticas.
Las condiciones objetivas de mercado plantean un escenario diferente para la diplomacia boliviana: la energía se convirtió en tesis central de cualquier relación con el vecindario. Bolivia suministra casi el 50% del consumo de gas de Brasil y esa dependencia debe asustar a más de un estratega carioca. A ello se suman proyectos -difíciles y de largo plazo- como construir un gasoducto desde el sur venezolano a través del Amazonas y que llegue a Argentina, mismos que no han abandonado la carpeta de la concepción académica.
Que el megasoducto venezolano puede construirse, claro que se puede, pero a largo plazo; lo preocupante es la certidumbre política que el Estado boliviano refleja en el entorno.
¿Podremos garantizar el suministro de energía a mercados como Brasil, a los nuevos como Argentina y a los proyectados como Paraguay con políticas claras? El reto está planteado y nuestro desafío es convertirnos en suministrador energético confiable.
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